Sin olvidarnos de los paisajes que
nos conforman,
hemos de partir muy lejos desde
todos los balcones.
Y al abrigo de cada farol repasar
una vez más
los agujeros de nuestros
bolsillos, nuestro sencillo equipaje.
Perdemos las llaves en nuestra
primera carrera,
acompasamos la respiración y para
no mirar atrás
elevamos un poco las rodillas.
Con el tiempo, en sueños
regresamos al pueblo,
donde el relojero juega con el
sacristán al dominó
en la taberna, al acabar la
novena.
Alguién lo coge por la espalda
y yo le doy con mi pesadilla en mitad de la
cabeza.
El otro trata de huir pero no me
preocupo, no tiene escapatoria.
Nadie va a largarse de rositas
de este crimen confortable
que nos desquita del tiempo y de
la culpabilidad.
También recuerdo otros sueños de
caminos y almas gemelas
que transitan desde el instituto
hasta las viejas calles de
Palma de Mallorca, Tudela o París.
Y me doy cuenta de que no se
habían borrado la señales:
tal vez nunca supe interpretarlas.
De vuelta a casa